domingo, 8 de mayo de 2005

La experiencia retroactiva

La experiencia retroactiva se proyecta hacia atrás. Si un hombre se fractura la pierna y debe andar en muletas, los recuerdos de su infancia lo dibujan como un niño igualmente en muletas. En el momento en el que recupera su normal motricidad, el pasado se reformula y la visión de pequeño que el hombre tiene de sí mismo vuelve a correr por el patio de la escuela.
Si los padres de una persona mueren, esa persona ha sido huérfana desde el nacimiento. La experiencia retroactiva se acerca al olvido sólo en el arrepentimiento: si un sujeto se divorcia en malos términos, en su mente jamás se habrá casado.
La experiencia retroactiva hace del pasado algo dinámico, lo enlaza con el presente, lo resignifica constantemente. Los recuerdos no se vuelven falsos sino inmediatos, primos segundos del breve instante presente.
Los libros de historia en un mundo de experiencia retroactiva se reescriben todo el tiempo, pero no por orwelliana malicia sino por inevitabilidad lógica: ¿cómo digerir la idea de que nuestros enemigos no lo han sido siempre?
Los amigos que uno conoce a los veinte años pasan a ser compañeros de las primeras lecturas. ¿Acaso no es eso lo que sucede? Las segundas, terceras, cuartas, quintas, sextas novias son todas la primera: la experiencia retroactiva suele hermanarse con la innovación, y uno siempre que quiere lo hace con espíritu renovado.
La existencia de la esperanza sólo se puede explicar por la retroactividad de la experiencia: los desengaños del pasado se borran de repente con el surgir de la confianza. Las desilusiones retroactivas, lamentablemente, tienen ese insoportable tono de "yo ya sabía que iba a pasar esto".
La experiencia retroactiva hace del pasado algo lábil, relativo al escurridizo presente y cliente del futuro múltiple. No hay escritura en la experiencia retroactiva: todo deviene, fluye y existe dejando de existir.

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