sábado, 20 de diciembre de 2008

Pilotos


Adjuntamos el deseo de prosperidad, éxito y salud para el Nuevo Año que Comienza. ¡Albricias!

viernes, 19 de diciembre de 2008

Perú


Este es un sincero homenaje al Inca Garcilaso de la Vega y a otros grandes de la historia que hicieron del Perú lo que hoy es: un lugar perfecto para que visiten mochileros progresistas.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Campaña de bien público XVII


Hay que usar preservativo (es muy importante; si los padres de Marcelo Palacio hubieran usado preservativo, el "periodista deportivo" no habría nacido, por ejemplo).

lunes, 29 de septiembre de 2008

La X marca el lugar

24 y Lost, dos series que revolucionaron la forma de narrar historias en televisión durante la primera década del siglo XXI, encuentran en The X Files (1993-2002) su antecedente más relevante. Antes de aceptar los fundamentos de esta observación, debemos hacer, no obstante, un par de consideraciones.
Los expedientes secretos X es una serie de ciencia ficción, de terror y de misterio. Cualquiera sea la etiqueta detrás de la cual la encolumnemos, la creación de Chris Carter –y a esta altura no podemos dejar de mencionar a su principal colaborador, Frank Spotnitz- es una serie de género. “De género” no quiere decir “de culto”; la distinción recuerda que más allá de la devoción de los fanáticos, cada capítulo de la serie debe ser observado inicialmente a partir de los restricciones y posibilidades propias del género al que ésta suscribe.
En este sentido, el éxito de Código X resultó inesperado tanto para aquellos amantes de las historias con seres de otros planetas como para aquellos otros que en general encuentran dificultades para firmar los pactos ficcionales que todo relato fantástico precisa.
¿Cómo explicar, entonces, el éxito de una serie como ésta? En primer lugar, digamos que la principal virtud de Los expedientes X termina siendo su transversalidad, vale decir, la capacidad de, afianzándose dentro de un género, impulsarse hacia otros –comedia, thriller, drama, romance- para funcionar de una manera mucho más rica y diversa.
Por otra parte, no podemos olvidar la gran responsabilidad que le corresponde a la pareja protagónica, Fox Mulder y Dana Scully. Que uno representa la mirada crédula y la otra el punto de vista escéptico y científico, que existe entre ambos un amor platónico, que la química entre los actores –David Duchovny y Gillian Anderson- ha sido la garantía del éxito de la serie, etcétera, son todas cosas que ya se han dicho en otros sitios y que, en todo caso, con más tiempo, habría que volver a analizar.
El estreno de Los expedientes secretos X: quiero creer, en cambio, nos obliga a un análisis más inmediato.
Ahora bien, es inevitable, no obstante, volver sobre algunos otros aspectos de la serie, la cual ya contó en 1998 con una incursión en la pantalla grande –que se colocó entre la quinta y la sexta temporada y dejó de lado a quienes no seguían la serie, como ha admitido recientemente Duchovny-.
Durantes las últimas dos temporadas, la ausencia a medias de Duchovny, precisamente, produjo en la serie un conjunto de modificaciones que el público no acompañó, por lo que The X Files dejó de transmitirse sin que tuviéramos ocasión de aplaudir debidamente sus diferentes virtudes: el diseño de producción impecable, la gran mayoría de guiones sutiles e inteligentes, el desarrollo de una mitología propia a través de unos 70 capítulos -de un total de poco más de 200-, etcétera.
Teniendo en cuenta esto, actores y productores conservaron la fantasía del regreso como una posibilidad que tarde o temprano se realizaría.
Chris Carter, en este sentido, parece haber asumido su condición de dueño de la pelota y se hizo cargo de todo: de la dirección de la película, de la producción y de su guión -junto a su fiel compañero Spotniz-. Y se hizo cargo también de una decisión fundamental: la película no lidiaría con la compleja trama de conspiraciones entre agentes secretos del gobierno estadounidense y seres de otros planetas; la mitología a la que hacíamos referencia quedaría dejada de lado, por lo menos por el momento.
En la nueva película no hay ninguna mención sobre seres de otros planetas; los fanáticos de las historias de extraterrestres se verán sin duda decepcionados. Sin embargo, la valiente intención de Carter de hacer una película “de género” antes que “de culto” no puede menos que admirarse.
En una época en la cual Lost se ha constituido como la narración fantástica “de culto” por excelencia –con un éxito masivo a nivel mundial completamente asombroso (y bastante justificado, por otra parte)- el equipo de The X Files decidió no abandonar la ciudad de Vancouver donde comenzó a filmarse la serie para realizar una segunda película que, por momentos, se regodea en su producción a baja escala.
Carter y su equipo emprenden el regreso afianzándose en un relato típicamente escabroso (con tráfico de órganos y redes de pedofilia incluidas), que encuentra su principal antecedente en una de las obras de misterio más grandes de la literatura. Lo único que queda de aquella mitología son –nada más y nada menos- los personajes.
Si bien ciertos detalles de la trama fantástico-policial avanzan a través de arbitrariedades propias del género, cada diálogo entre los personajes principales, en cambio, aparece debidamente argumentado. Mulder y Scully se encuentran completamente humanizados, lo cual no debe sorprendernos: la indagación sobre la naturaleza humana es distintiva de los relatos de monstruos.
La tensión entre ciencia y religión, otro tópico característico de la ciencia ficción, aparece en la película planteado con ambiciosa relevancia. Si bien el tono recae en algunas ocasiones en un espiritualismo New Age à-la-Coelho, los diálogos que Carter y Spotniz construyen superan con creces la cháchara existencialista y soporífera de series como Héroes, por mencionar otra programa de género/ de culto que le debe mucho a X-Files.
Hasta el momento, la película ha fracasado comercialmente en Estados Unidos y muchos fanáticos de la serie la han criticado con dureza. Más allá de las diferentes posturas, creemos que la cuestión puede reducirse de la siguiente manera: el éxito de The X Files se concentra no sólo en las historias de extraterrestres sino, fundamentalmente, en el desarrollo de sus personajes. Los expedientes secretos X: quiero creer ofrece el regreso de esos personajes, situados en un tiempo real –seis años después de que las vicisitudes narradas en la serie terminaran-, con rasgos reales –temores, dudas, incertidumbres-, dentro de una trama de terror y de suspenso completamente arquetípica.
La casi todopoderosa Fox –distribuidora de la película- no se encargó de difundirla como suele hacerlo con los grandes estrenos; y esta decisión está en sintonía con la adoptada por el director. Carter realizó su apuesta manteniéndose dentro de un localismo a baja escala que la nieve omnipresente durante casi toda la película subraya claramente. La intención final ya había sido dicha por el mismo Carter antes de 2002: terminar la serie y filmar películas cada uno o dos años. Este ha sido el primer paso y, si consideramos aquello de afianzarse inicialmente dentro de un género para luego avanzar en otras direcciones, la película funciona perfectamente. La pregunta acerca de si esta apuesta saldrá bien o mal seguirá siendo –por ahora- un misterio sin resolver.
**Publicado en www.tandilfilms.com.ar**

jueves, 28 de agosto de 2008

Magnus Norman, el mago de la Didáctica III

El célebre pedagogo Magnus Norman no deja de sorprendernos. La reciente publicación de una nueva biografía –centrada, en este caso, en sus primeros años de vida- aporta datos interesantes y reveladores acerca de esta excelsa figura de las Ciencias de la Educación.
Más allá del área en la que luego se especializaría, Magnus sentía en su juventud una fuerte inclinación hacia la Odontología. “Percibo que los hados me solicitan ser dentista”, solía confesarle a sus padres. Sin embargo, dos hechos lo alejaron de las muelas y los premolares: por un lado, el inesperado resultado de un test de orientación vocacional y, por el otro, la rectificación de una adivina que le afirmó que su signo del zodíaco era “Aries” y no "Caries", como había pensado hasta ese momento.
Superadas algunas dudas iniciales, la figura de Magnus no tardó en mostrarse en todo su esplendor. Norman fue sin lugar a dudas un genio precoz; tanto es así que comenzó a escribir su libro de memorias a la edad de once años.
También en una temprana juventud, Magnus se mostró muy cercano al cine: la casa de sus padres se encontraba a dos cuadras del Teatro Apolo, lugar donde tuvo oportunidad de conocer las películas de Chaplin y otros genios del cine mudo.
Seducido por la estética de esta forma artística, Magnus buscó innovar en las formas que este nuevo soporte permitía. Fue de esta manera que desarrolló su “Teoría del cine ciego”, la cual encabezaba con la siguiente y brillante sugerencia: “si el cine mudo consiste en imagen sin sonido, ¿por qué no buscar un cine que consista en sonido sin imagen?”.
Lamentablemente, el proyecto de Magnus no prosperó ya que detractores y envidiosos –que los tuvo siempre- señalaron con escepticismo la cercanía de ese proyecto con la radio, que ya se conocía desde hacía algunos años.
Todavía hoy nos parece escuchar las palabras claras, precisas y clarificadoras del denominado Mago de la Didáctica. ¿Qué otros datos aparecerán sobre su singular vida? ¿Cuándo se le dará a su obra la importancia que se merece? ¿Qué clases de sádicos eligen la carrera de Odontología? Conservamos, como siempre (lamentablemente), muchas inquietudes y pocas respuestas.

sábado, 23 de agosto de 2008

lunes, 18 de agosto de 2008

viernes, 11 de julio de 2008

M. Night Shyamalan: el fin justifica los miedos

Imaginemos una primera cita perfecta tras la cual tanto nosotros como nuestra/o acompañante quedamos completamente satisfechos y enamorados. Pues bien, el idilio se pondría en jaque el fin de semana siguiente, cuando llegue el momento de enfrentarnos al oscuro enigma de cómo hacer para mantener el encanto y -si se quiere- el misterio.
Algo similar ocurre con cada nueva película del productor-escritor-director M. Night Shyamalan, quien supo alcanzar el punto más alto de su filmografía con su primera película producida a gran escala, la siempre bien ponderada Sexto sentido (1999). Pues bien, el hindú-estadounidense, que también suele reservarse pequeños roles actorales en sus películas, con cada una de sus entregas debe rendir cuentas ante el público, siempre propenso a la desilusión tras esa primera y fantástica cita con Bruce Willis.
Y tanto es así, que los dos párrafos que preceden bien podrían encabezar las reseñas de cualquier película de Shyamalan. En este caso en particular, sin embargo, nos referiremos a El fin de los tiempos (2008), la fábula eco-apocalíptica del director de la nunca bien ponderada La aldea (2004).

Nueva York, época actual. Una mañana hombres comienzan a caer desde lo alto de un edificio. Los ecos del 11 de septiembre de 2001 resuenan claramente, y la prensa no tarda en informar sobre un atentado terrorista a gran escala que ha contaminado el aire con gases que hacen que las personas se dañen a sí mismas. Sin embargo, no se trata de toxinas lanzadas al ambiente por grupos fundamentalistas sino de algo mucho mayor: una suerte de mecanismo de defensa de las plantas destinado a combatir aquello que tanto daño les produce, el ser humano.
No hay en esta película ninguna vuelta de tuerca final de las típicas que suele forzar el director. Al comienzo se mencionan a las plantas como las responsables de lo que está ocurriendo, y la sospecha sobre ellas no hace más que confirmarse. Tenemos aquí una diferencia fundamental con respecto a películas anteriores de Shyamalan; hay, sin embargo, muchas similitudes: seres terroríficos que se cruzan delante de la cámara, diálogos articulados con planos estrambóticos, personajes subalternos que parecen destinados a cumplir un papel importante (pero que terminan sin poder hacerlo) y, sobre todo, esa mezcla de miedo y vergüenza ajena que suelen producir muchas escenas.
Shyamalan resuelve su doble nacionalidad elaborando él mismo una estética mixta que barrunta entre el terror y el absurdo; remitámonos, si no, a películas como Señales (2002) y La dama en el agua (2006).
El título original de El fin de los tiempos es The Happening y, ciertamente, la sensación de estar presenciando una performance típica de los 60’s que busca romper con la idea de obra de arte se origina, una vez más, en el espectador.
Si tomamos literalmente las propuestas de Shyamalan luego de El protegido (2000) no podemos menos que odiar al director. Sin embargo, si suspendemos la mirada respetuosa y almidonada podremos encontrar algunas rasgos interesantes.
No es casualidad que Shyamalan sea el guionista de una película como Stuart Little, un ratón en la familia, o que su film anterior a hacerse conocido haya sido Bien despierto (1998), una comedia mezcla de Mi primer beso y American Pie: a este hombre evidentemente le gusta generar miedo y risa. Los cultores del cine clase B podrán decir algo acerca de cuánto se acercan ambas sensaciones.
Shyamalan nos debe –y se debe- una comedia, podríamos decir. Más allá de su mensaje ecologista, o de las lecturas políticas sobre la paranoia post 11 de septiembre, El fin de los tiempos es una película fácilmente ridiculizable. Tanto es así que nos preguntamos qué está esperando Shyamalan para dejar de coquetear de una vez por todas con el terror y ponerse a hacer una película sobre un hombre que se resbala tras pisar una cáscara de banana.
Sin embargo, en la mezcla reside justamente lo desafiante y lo interesante de su filmografía. Lo que nos asusta es sin dudas absurdo, lo que nos da miedo nos puede dar risa, lo que es del mundo de los vivos puede serlo también de los muertos, lo que es de este planeta puede ser visitado por seres que no son de aquí, lo que es contemporáneo guarda lazos con el pasado.
En El fin de los tiempos aparecen videos transmitidos por celular y conversaciones a través de rudimentarios teléfonos que consisten en caños con embudos en sus extremos. La música de la película –ciertamente anacrónica- le da un tono añejo a todo lo que estamos viendo, que, no obstante, es indudablemente contemporáneo pero urbano y rural a la vez. Acaso haya que abrir los ojos enormemente como lo hace la bella Zooey Deschanel
–que acompaña al bonachón de Mark Wahlberg en el elenco-, o como lo hacía Bryce Dallas Howard en La Aldea y La dama del agua para observar atentamente lo que está sucediendo y dejarse llevar por todas las contradicciones.
La mezcla es la consigna, el híbrido, la sensación de estar viendo una película de zombies sin zombies, una película de terror que da risa, un film cómico que incomoda. Las sensaciones son, una vez más, ambiguas. Si el miedo se genera en el punto de contacto entre lo conocido y lo desconocido, la coherencia de cada nueva apuesta seria pero casi absurda que realiza Shyamalan no puede menos que celebrarse. Y, si se quiere también, abuchearse.
**Publicado en www.tandilfilms.com.ar**

viernes, 20 de junio de 2008

Los actores XVII


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Se me dirá que H.C. no es actor, pero yo lo sigo desde Brigada Cola.

jueves, 29 de mayo de 2008

Las actrices XV


Publicación debida a la participación desinteresada de Juan Mundillo y sus secuaces.
Hacé click en la imagen para agrandarla.

martes, 27 de mayo de 2008

Indiana Jones y los buscadores del tiempo perdido

- Ya no eres el hombre que conocí diez años atrás..
- No es la edad, querida, es el kilometraje.


E
l diálogo –delicioso, genial, brillante- entre Marion Ravenwood e Indiana Jones proviene de la primera aventura del intrépido arqueólogo. Sí, de la primera. En Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal –recientemente estrenada en todo el mundo- escuchamos numerosísimas alusiones al paso del tiempo, pero la fórmula “no es la edad, es el kilometraje” –que tranquilamente podría haber encabezado la campaña publicitaria de la nueva película- no se repite aquí. Esa frase ya aparecía en el primer film: ocurre que Indy tiene, desde su origen mismo, una frescura algo avejentada.
Los mismos George Lucas y Steven Spielberg –esa especie de Lennon y McCartney del cine familiar- no se han cansado de explicar su intención de hacer películas de aventuras “como las de antes”, con efectos mecánicos antes que digitales, con dobles de acción antes que computarizados, con preponderancia del guión y de los personajes por sobre toda parafernalia visual. La nostalgia sublimada de Spielberg y Cía. es aplicable tanto a 1981 como a 2008, pero con una pequeña variante: la melancolía es mayor para este último caso, pues se trata de una nostalgia que incluye el recuerdo de las tres primeras películas de Indy. Estamos frente a un film que –esto ya le pasó a Lucas con Star Wars- debe enfrentarse a un retrato prácticamente inmejorable; retrato que, a diferencia del de Dorian Gray, es un reservorio de virtudes.
No es la edad, querida, es el kilometraje. El mismo Dr. Jones es, desde su profesión, una suerte de Quijote melancólico: Indiana no duda en abandonar periódicamente la evocación desde la biblioteca para buscar alrededor del mundo manifestaciones concretas, reales y actuales de esas remotas civilizaciones que estudia. De manera similar, Spielberg y Lucas no se limitan a la añoranza de los viejos seriales de la década del 40 sino que realizan películas que resultan, a la vez, homenajes y superaciones. Autores y personajes confluyen en una cruzada: la búsqueda de algo perdido que, no obstante, -y es el temor de muchos- bien podría terminar en la perdición.

Todos los integrantes de las generaciones posteriores a 1981 –entre los cuales me incluyo- no habrán pasado por la experiencia de presenciar el estreno en el cine de Los cazadores del arca perdida. Para muchos de esos sujetos –entre los cuales me incluyo- el hombre del sombrero y el látigo habrá sido un amigo de toda la vida, un primo mayor cuyas aventuras admiramos y de cuyas proezas nos jactamos como si fueran nuestras (porque, por otra parte, son nuestras).
El arraigo que Indiana tiene sobre nuestra infancia –tan permeable a las andanzas de los héroes y, a la vez, tan exigente en la selección de sus figuras- nos interpela con motivo del estreno de una nueva aventura. ¿Cómo recibiremos al primo viejo que, ya entrado en años, nos vuelve a visitar?
Harrison Ford afirma que desde el momento en el cual se volvió a calzar la ropa del arqueólogo no tuvo ningún inconveniente en reencontrarse con él. Evidentemente, para este Harrison que se suma a Lennon y a McCartney no se aplica eso de la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Y, en efecto, podemos afirmar que veinte años no es nada y que Indy cada día canta mejor.

Spielberg, Lucas y Ford se hacen cargo del paso del tiempo. Incluso se jactan de él, saboreando la gloria implícita de haber pergeñado un héroe fundamental en la historia del cine, que perdurará como las ruinas de las antiguas civilizaciones que él mismo investiga.
Desde un punto de vista argumental, el guión de El reino de la calavera de cristal asume, a su vez, el castigo de Cronos: 19 años han pasado desde 1938. La película transcurre en 1957, los nazis son reemplazados por malvados soldados soviéticos, el rockabilly ­­se materializa de las cenizas de la Segunda Guerra, las reliquias religiosas se vuelven artefactos extraterrestres cercanos al New Age, el cabello se encanece, las arrugas maquillan el rostro y el cuerpo de los protagonistas... Pero el film no es una mera transposición que busca resolver la melancolía; la nueva aventura de Indy asume el paso del tiempo y se da el lujo de volver sobre lo pasado para decir –y hacer- varias cosas más.
En primer lugar, la perfecta adecuación de la historia y de los personajes al nuevo tiempo es, en sí misma, una refutación de aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. El arqueólogo de esto algo sabe, y parece gritar con cada excavación que, si bien “todo tiempo pasado fue”, aquella parte de “mejor” nos compete a nosotros.
Y es en este sentido donde aparece –como nunca- la maestría de Spielberg. El cineasta recoge el guante del desafío del regreso y emprende la tarea de hacer una película de las de antes “como las de antes”. Spielberg nos muestra que la tentación de hacer volar todo en las películas de acción y de marear al público en la sala de edición no son responsabilidad de las nuevas tecnologías (Lucas debe saberlo bien), sino, en todo caso, impericia de directores y productores que se dejan seducir muy fácilmente por formas efectistas de relato. La nueva película de Indiana Jones viene a confirmar que siempre será posible hacer buenas películas. Más allá de la nostalgia, el futuro de las aventuras que nos conmueven desde la infancia está garantizado.
Ahora bien, el paso del tiempo trae experiencia; y la experiencia, sabiduría. La fórmula podría estar sacada de un libro de autoayuda destinado a la tercera edad, pero bien podría aplicarse a la filmografía de Spielberg (para quien deberíamos agregar que el paso del tiempo trae, además, millones de dólares). El viejo Steven –militante liberal en el buen sentido de ambas palabras- se permite cuestionar la actual paranoia de los Estados Unidos evocando con exquisitez –como lo supo hacer con el fabuloso encuentro cara a cara entre Herr Jones y el Führer en La última Cruzada- la oscuridad de toda una época (en el caso de la última aventura, nos encontramos al viejo Jones exiliándose en los albores del mccarthyismo). Como si esto fuera poco, el director nos da el gusto de volver sobre el viejo almacén con el cual cerraba la primera película (en una escena que se adelantaba más de diez años a los Expedientes Secretos X) para mostrar las contradicciones de un imperio que –a diferencia de otros que el arqueólogo investiga- acapara artefactos no por ambición de conocimiento sino de poder.
Estamos frente a una película de Spielberg y las relaciones padre- hijo son el tópico por excelencia de su extensa filmografía. En este sentido, para Henry Jones Jr. ha corrido mucha agua bajo el puente colgante: extraña –como todos- a Sean Connery pero ahora debe él mismo vérselas como padre. Porque sí, ahorremos la sorpresa de lo que ya todos sabíamos: el joven Mutt Williams –interpretado por Shia LeBouf- es el hijo de Indy y Marion, la bella mujer que consiguió robarle el corazón.
Marion reaparece también en la película, y es responsable de uno de sus mejores momentos: la sonrisa que aparece en su rostro cuando recibe un piropo del hasta ahora empedernido Indy es sencillamente sabrosa. Porque sí, debemos decirlo: el tiempo pasa y le ha llegado el momento a nuestro héroe de sentar cabeza. Ahora bien, ¿habrá llegado ese momento también para los espectadores?

El tramo final de la película acaso no les resulte tan satisfactorio a muchos espectadores. “Es muy fantasiosa”, escuché decir a la salida del cine. ¡Desde luego! Una piedra redonda y gigante debería rodar por sobre la cabeza de quienes descubran la pólvora de ese modo tan burdo.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal propone un último ejercicio: que nosotros mismos como espectadores volvamos a enfrentarnos a una película de aventuras “como las de antes”. Ese momento de referencia será propio de cada uno y estará dado por las costados emocionales que las primeras peripecias de Indy supieron tocar.
Spielberg, Lucas y Harrison se lanzan en búsqueda del tiempo perdido: 19 años. Es mucho tiempo. Ellos lo saben. Pero se hacen cargo del asunto. Parece que este profesor tiene algo muy importante para enseñarnos. Será cuestión de tomar asiento y observar la clase; observarla y escucharla porque –no hay que dejar de mencionarlo- toda la lección está acompañada por la inolvidable música de John Williams, el cuarto Beatle que completa el grupo y cierra la función.
**Publicado en www.tandilfilms.com.ar**

miércoles, 30 de abril de 2008

miércoles, 26 de marzo de 2008

Los escritores II

HOY: Mario Benedetti

Los dibujos son de la inefable meg_log.
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