miércoles, 25 de abril de 2007

Todo el mundo piensa que soy un perseguido

Todo el mundo piensa que soy un perseguido. Lo comentan entre ellos, a mis espaldas. Cuchichean a mi paso. Me miran de reojo. Todos piensan que soy un perseguido. Se creen que yo no sospecho nada, pero lo sé: ellos piensan que soy un perseguido. Escucho murmullos alrededor mío: en mi trabajo, en mi casa, en la calle: están hablando de mí. Lo sé. Los escucho. Me doy vuelta y los cretinos se hacen los disimulados. Canallas, cobardes. ¿Por qué no dan la cara? ¡Que me lo digan frente a frente, así vemos quién es el perseguido! Todo el mundo lo piensa, y sin embargo, hacen como si nada. Total, el que se la tiene que aguantar soy yo, ¿no? ¿Yo, perseguido? ¡Patrañas, pamplinas! ¡Perseguidos serán ellos! Además, ¿por qué diablos están pendientes todo el tiempo de lo que yo hago o dejo de hacer? Todo el mundo piensa, comenta y dice que soy un perseguido... ¡ja! Me río de ellos, así como ellos se ríen de mí todo el tiempo... todo el tiempo, hasta que me doy vuelta, y ellos -¡qué valientes!- dejan de reírse y se hacen los disimulados, los muy degenerados. Todo el mundo piensa que soy un perseguido. El otro día estaba revisando los libros de mi biblioteca -contándolos todos para verificar que no me hubieran robado ninguno- cuando sin querer se me cayó el diccionario al piso; me agaché para levantarlo y ¿qué descubrí?: un mataburros burlón y mentiroso que había quedado abierto en la definición de la palabra "paranoia". ¡Ja! Qué broma de mal gusto, maldita sea. Evidentemente, todo el universo se ha complotado contra mí. Todos se han puesto de acuerdo. Me encuentro complamente solo ante el pacto universal de los sotretas. Todo el mundo piensa que soy un perseguido. ¿Por qué, por qué, por qué lo piensan?

sábado, 21 de abril de 2007

domingo, 15 de abril de 2007

Locas aventuras en la guerra de Troya II


Hacé click en la imagen para agrandarla y ver mejor a Héctor y Paris.

Sala de espera

Bien, acabo se sacar el cuaderno de mi bolso, estoy escribiendo, estoy sentado, estoy esperando que me atiendan, la lapicera se desliza suavemente sobre las páginas lisas. ¿Qué hago? ¿Qué hago? Levanto apenas la cabeza y la miro de reojo: llama la atención entre la multitud. Sí, llama la atención. A alguien podrá gustarle más o menos, o no gustarle, incluso; sí, así de tolerante estoy últimamente que hasta me atrevería a respetar a quien cometiera el atropello de no afirmar que se trata de la mujer más hermosa que haya existido... o no, pero a mí me encanta, desde luego. Faltan veintitrés números para que me atiendan. Espero. Los hechos: me encuentro en las oficinas de una empresa de telefonía celular. Aguardo para cambiar mi teléfono sin desesperarme; esto es, sin perder la línea, sin modificar el número. Sentada en la hilera de asientos que está delante mío a la izquierda se encuentra esperando también su turno una joven muy bella. Podría describirla, pero sería desesperante. Podría sacarle una foto, pero mi teléfono no tiene cámara; tal vez lo tenga el que estoy a punto de comprarme, pero todavía no lo tengo. Faltan veintiún números para que me atiendan. ¿Qué hago? Cada segundo que pasa estoy más convencido de que es una de las minas más lindas que he visto en mi vida. Lo cual no es decir mucho, pero es decir algo. ¿Qué hago? ¿Me acerco? ¿Le hablo? No hay absolutamente nada que pueda hacer para siquiera hacerle notar mi existencia en este mundo, para hacerle saber que me he fijado en ella. Esto no lo digo con tristeza, melancolía o dolor, para nada; esto es una verdad objetiva desprovista de cualquier tipo de emoción: pintado como está el cuadro de situación, es imposible que algo ocurra con esta persona. Los hechos: he olvidado algo importante; la mina vino a esta oficina con su madre. Debe ser su madre. La mina tiene... ¿cuántos años? Debe estar entre los diecinueve y los veintidós. Faltan diecisiete números para que me atiendan. Lo pienso: es imposible. ¿Acercarme, preguntar la hora, hacer algún comentario sobre lo fuerte que está el aire acondicionado? Es inútil. No hay absolutamente nada que pueda hacer por más que desee -como deseo- hablar con esta mina para iniciar una conversación, tomar algo, conocernos. Si estuviera atado con grilletes, los miembros mutilados, encerrado en una jaula, rodeado de una fosa con cocodrilos carnívoros contagiados con hiv, vigilado por atalayas custodiadas por francotiradores y soldados chiitas armados con rifles de repetición rusos, si todo eso ocurriera, aún así estaría menos limitado que lo que me encuentro ahora. Faltan doce números para que me atiendan. La presencia de la madre no facilita la cosa. Pero no, se trata sólo de una excusa. Si la madre no estuviera sería peor: la imposibilidad de entablar el diálogo sería, por menos evidente, más dolorosa. Pero no, no se trata de dolor: no hay emoción en esta imposibilidad. Si al menos fuese yo alguien conocido, o alguien que pudiera generar en ella el interés inmediato que ella despertó en mí... pero no, así como están las cosas, es imposible que ella sepa que yo existo. Podría pasar al lado suyo, dejar caer algo para que ella lo agarre y me avise que se me cayó algo... Es una buena idea. Pero no: yo agarraría eso-que-se-me-cayó y ¿qué haría? Diría "¡uh, gracias! Esto era muy importante para mí, menos mal que no lo perdí, gracias por avisarme. Te debo una... ya sé, el café te lo pago yo"... no, pésimo. Faltan cinco números para que me atiendan. Ella se acaba de levantar con su madre. Están en el box doce. Pasa así una nueva oportunidad de ser feliz, siquiera por unos meses. Es una pena. No, no es una pena: es. No estoy triste, no estoy sorprendido. Me saco el sombrero ante la inmensidad del universo y su fuerte tendencia hacia la ausencia: uno no está casi en ninguna parte. Pensándolo así, debería estar agradecido por haber conocido a esa mina hermosa. No importa que no haya hablado con ella, no importa que no sepa de mi existencia, no importa que sea imposible que vuelva a tropezar con ella o que ella me mire por unos segundos con algo de atención. No importa nada. Falta un número para que me atiendan. Voy a cerrar este cuaderno, guardarlo en mi bolso y preparar el revólver. Todo deberá ser muy rápido: en tres minutos exactos me espera en la puerta, dentro del auto, mi novia, mi cómplice, mi amor.