viernes, 14 de abril de 2006

El señor Donovan

Era la tarde en la que finalmente conocería al padre de mi novia, figura eminente y consular (el padre; mi novia era bastante vulgar –o al menos todo lo vulgar que puede ser una pelirroja escocesa fanática de la lencería con encaje de color más bien fosforescente). Sabía que el padre de mi novia era una persona leída, muy culta y protocolar. “Hoy se define el resto de mi vida” pensé en la puerta de su casa para sacarme presión.
El encuentro estaba motivado por la excusa de compartir una merienda, intercambiar opiniones de política y consideraciones acerca de los nuevos cineastas de Europa del este. Dana –pues ése era el nombre de la pelirroja escocesa (Dios, cómo me vuelven loco sus bragas magentas)- no estaría presente en el trascendental ágape.
Abrió la puerta el ama de llaves, que me condujo con fría simpatía a la biblioteca de la mansión de San Isidro. Pronto llegó el padre de Dana, el señor Donovan, el ex embajador. Su traje denotaba elegancia y buen gusto, al tiempo que dejaba entrever la simpleza de un hombre que no necesita redundar en el subrayado de su importancia.
En el momento de su encuentro supongo que fue el instinto de supervivencia lo que hizo que me desenvolviera con inusual naturalidad. Si hubiese contado en ese momento con un medidor de pertinencia conversacional y decoro argumentativo, supongo que tal artefacto se habría roto al verse desbordado por mi intachable actuación frente a mi distinguido suegro.
“Todo marcha perfectamente” pensé inmediatamente después de que el señor Donovan me invitara a pasar a la mesa. Nos sentamos. “Elija la infusión que prefiera, estimado”, me ordenó con dulzura. Fue entonces que abrí la caja que contenía los saquitos de té depositados ordenadamente en distintos compartimentos: había té de manzanilla, de boldo, de hierbas naturales, de vainilla, de tilo, de mentol...
Sin embargo, un compartimento de la caja de tés me llamó la atención por presentar sobres más bien metalizados. Sumergido en la curiosidad tomé uno de esos sobres. “Discúlpeme, estimado, ése no es un té, es un preservativo”, me informó –pedagógico- el señor Donovan. “¿Y qué hace un preservativo en una caja de tés, señor?, le pregunté con modesta desfachatez. La respuesta del padre de Dana (cómo voy a extrañar los breteles de tu corpiño fucsia, Dana...) hizo que me levantara, le diera la mano en reconocimiento de su grandeza y huyera obnubilado de la presencia de mi suegro: “el preservativo en la caja de tés enseña que no importa tanto la forma sino también el contenido”.