1990. La primera vez que me tocó almorzar en el colegio primario cometí un error. Más que un error fue un precipitamiento.
Para el primer recreo -el largo, el único de la mañana- muy convencido llevé al patio la comida que había destinado mi madre para el almuerzo. Mi razonamiento seguramente fue bastante claro: "¡el timbre! ¡una pausa! Debe ser la hora de comer".
Sin embargo, al observar a mis compañeros entablar lazos con alfajores y galletitas, deduje que era mejor postergar mi unión con el sánguche de milanesa (con tomate).
Para el primer recreo -el largo, el único de la mañana- muy convencido llevé al patio la comida que había destinado mi madre para el almuerzo. Mi razonamiento seguramente fue bastante claro: "¡el timbre! ¡una pausa! Debe ser la hora de comer".
Sin embargo, al observar a mis compañeros entablar lazos con alfajores y galletitas, deduje que era mejor postergar mi unión con el sánguche de milanesa (con tomate).
2005. Ahora comprendo la naturaleza de mi error. No todas las pausas son para lo mismo, no todas las mesas admiten los mismos comensales. La experiencia consiste en saber manejar los tiempos, en aprender a distinguir los banquetes de los tentempiés, en apurar la amargura del ayuno.
Y sin embargo, quince años después, de tanto en tanto, casi siempre, no pasa diez de la mañana sin que me ataquen las ganas de comer un sánguche de milanesa (con tomate), ignorando la tiranía del momento y asignando nobleza al refrigerio.
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