Todos conocen el juego del policía y el ladrón en su variante con naipes donde el as de espadas es el detective y el de basto, el criminal. El resto, puras sotas, permanecen en la espera para ser victimizados.
Imaginemos un poliladron sin policía ni ladrón: es un juego que se proyecta al infinito. Los participantes inician la partida, se miran con desconfianza y escrutinio fingiendo poseer mayores credenciales que las de su diez de oro o copa. La cuestión se extiende por largas horas, al punto tal que no termina nunca.
Y así viven los jugadores por toda la eternidad: desconfiando del otro, esperando emociones que no llegarán nunca y temiendo asesinatos que nadie cometerá ni investigará. Salvo, claro, que alguien crea percibir un guiño y declare -con falaz solemnidad- un misterioso "muerto estoy".
Y así viven los jugadores por toda la eternidad: desconfiando del otro, esperando emociones que no llegarán nunca y temiendo asesinatos que nadie cometerá ni investigará. Salvo, claro, que alguien crea percibir un guiño y declare -con falaz solemnidad- un misterioso "muerto estoy".
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