Cuando desperté, el barco ya había anclado en el puerto de Bahía Carolina. Me sorprendió encontrarme solo, sin siquiera las atenciones de las hermanas Fosatti. Subí a la cubierta; el Capitán se encontraba apoyado en la barandilla, observando cómo unos hombres del lugar descargaban el contenido de la bodega. Con tono tranquilo, mientras fumaba de su pipa, me contó todo lo sucedido después de mi desmayo: cómo Magdalena se arrojó al mar para rescatar la misteriosa planchuela oblonga; cómo el más fornido de los marineros se tiró para salvar a la señora Fosatti; cómo las jóvenes hermanas saltaron por la borda temerosas por la vida del marinero fornido; cómo el resto de la tripulación se arrojó procurando evitar que las chicas se ahogaran; cómo una inesperada y enorme ola barrió con todos, alejándolos del barco cada vez más; cómo todas las veinticuatro personas que se habían arrojado al mar se ahogaron ante sus propios ojos sin que él -el capitán, ni más ni menos- nada pudiera hacer; cómo se preocupó por mi salud al ver que no recuperaba la conciencia; cómo tuvo que maniobrar en soledad para conseguir llegar al puerto; y cuán enorme fue su estremecimiento cuando descubrió en la bodega, una vez en tierra firme, la aparición de un cargamento de veinticinco planchuelas oblongas que, según el manifiesto, nadie había llevado allí.
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