A Marcos lo conocía de la juventud, y compartía con él el interés por las Buenas Artes, la inteligencia y la bonhomía. Sin embargo, a raíz de la distancia que mi trabajo implicaba, hacía mucho tiempo que no nos tratábamos sino por correspondencia.
Luego de volver rápidamente a cubierta, saludé al señor Fosatti con efusividad, pero sentí cierta frialdad: la temperatura había disminuido marcadamente. “Será mejor que vayamos a los camarotes, querido”, propuso, tiritando, su esposa.
Marcos y su señora (“la encantadora Magdalena”, según la mencionaba en sus epístolas), habían contraído nupcias dos veranos atrás, por lo que era la primera vez que tenía oportunidad de tratar a ambos personalmente.Debo decir que tres cosas me sorprendieron de la llegada de Marcos. En primer lugar, mi viejo amigo llevaba bajo el brazo una planchuela oblonga, una laminilla de imitación de chapa de unos ciento ochenta centímetros de largo por sesenta y dos de ancho; muy raro me resultó el hecho de que no encargara el transporte de este objeto a uno de los marineros. “Debe ser un elemento muy preciado para él”, pensé. En segundo lugar, me llamó la atención la esposa de Marcos, Magdalena, quien a simple vista no sólo no confirmaba el apodo que su marido le otorgaba sino que lo refutaba con fuertes argumentos. Pese a mi usual discreción, la verdad es que no pude impedirme de considerar a la señora Fosatti como una mujer rotundamente fea. Si no de una fealdad positiva, no estaba, creo, muy lejos de ello. Vestía, eso sí, con exquisito gusto, y no dudé entonces de que había cautivado el corazón de mi amigo por las gracias más duraderas de la inteligencia y del espíritu. Las hermanas de Marcos, por el contrario, contrastaban esta imagen con un rostro grácil, una predisposición más que amena y un elocuente escote, y esto fue lo tercero que me llamó la atención.
Luego de volver rápidamente a cubierta, saludé al señor Fosatti con efusividad, pero sentí cierta frialdad: la temperatura había disminuido marcadamente. “Será mejor que vayamos a los camarotes, querido”, propuso, tiritando, su esposa.
Marcos y su señora (“la encantadora Magdalena”, según la mencionaba en sus epístolas), habían contraído nupcias dos veranos atrás, por lo que era la primera vez que tenía oportunidad de tratar a ambos personalmente.Debo decir que tres cosas me sorprendieron de la llegada de Marcos. En primer lugar, mi viejo amigo llevaba bajo el brazo una planchuela oblonga, una laminilla de imitación de chapa de unos ciento ochenta centímetros de largo por sesenta y dos de ancho; muy raro me resultó el hecho de que no encargara el transporte de este objeto a uno de los marineros. “Debe ser un elemento muy preciado para él”, pensé. En segundo lugar, me llamó la atención la esposa de Marcos, Magdalena, quien a simple vista no sólo no confirmaba el apodo que su marido le otorgaba sino que lo refutaba con fuertes argumentos. Pese a mi usual discreción, la verdad es que no pude impedirme de considerar a la señora Fosatti como una mujer rotundamente fea. Si no de una fealdad positiva, no estaba, creo, muy lejos de ello. Vestía, eso sí, con exquisito gusto, y no dudé entonces de que había cautivado el corazón de mi amigo por las gracias más duraderas de la inteligencia y del espíritu. Las hermanas de Marcos, por el contrario, contrastaban esta imagen con un rostro grácil, una predisposición más que amena y un elocuente escote, y esto fue lo tercero que me llamó la atención.
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