miércoles, 15 de agosto de 2007

La planchuela oblonga (parte 4 de 5)

Preocupado por la salud mental de mi amigo, decidí interrumpir mi arbitrario enclaustramiento y hablar con él. Era de noche cuando toqué la puerta de su camarote. Magdalena me dijo que no se encontraba allí, y que de todas maneras no volvería pues nunca dormía con su marido. Este hecho me pareció raro. Fui a buscar a las hermanas de Marcos; al acercarme a su camarote, dos marineros salieron con el torso desnudo, volviendo su vista a cada paso para intercambiar risas cómplices con las jóvenes. Este hecho no me pareció raro, así como tampoco el detalle de que ellas nada supieran sobre el paradero de su hermano.
Recorrí todo el barco en busca de mi amigo; la pesquisa fue inútil. Comunicarle esta extraña situación al Capitán me pareció lo más acertado. “Capitán”, le dije acercándome al timón, “debo comunicarle una extraña situación”. El Capitán recibió la noticia de la desaparición de Marcos con tranquilo escepticismo: “su amigo está medio desquiciado; ya aparecerá por ahí; debe haber encontrado un buen lugar en el cual esconderse con su querida planchuela”. Lamentablemente, no podía acompañar al Capitán en su optimismo; sí lo hice durante la cena, luego de la cual fumamos en su camarote un poco del sabroso tabaco de Santa Julieta.
Los días pasaron y de Marcos nada se sabía. Decidí interrogar a los hombres de la tripulación uno por uno, sospechando que alguno de ellos podría haber tenido algún entredicho con mi amigo. Las hermanas de Fosatti colaboraron en mis indagaciones entrevistándose de manera privada en su camarote con todos y cada uno de los sospechosos. Quedaban dos jornadas más de travesía cuando junto a Magdalena fui al camarote del Capitán para informarle sobre los nulos resultados de las investigaciones. La mujer se lamentaba sobre el hombro del marino en el momento en el que escuchamos un ruido extraño. Nos dirigimos rápidamente a cubierta y encontramos a gran parte de la tripulación alborotada, asomada por la baranda de estribor, gritando. Alguien -o algo- había caído al agua. Me asomé yo mismo y observé con estupor la planchuela oblonga de mi amigo, flotando a unos metros del ARA Francisco Pascasio Moreno, alejándose a cada instante. “¿¡Quién tiró esa planchuela!? ¿¡Quién tiró esa planchuela!? ¿¡Alguien vio qué pasó!?”, indagué con consternación y cólera. Uno de los marineros calmó mi preocupación golpeándome fuertemente en la cabeza.

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