Por definición, la Navidad pertenece al terreno de la infancia. Ya sea por el espíritu religioso o por la espera de regalos, la celebración interpela a sus festejantes como hijos o como padres. Los primeros la viven con excitación e ingenuidad; los segundos, con satisfacción y amable impostación. En el medio, atados por su espalda con un resorte, la multitud de jóvenes adultos que se debaten en combate de esgrima con la adolescencia se siente incómoda y fuera de lugar. Pasada la medianoche, los jóvenes abandonan el tedio de la cena más o menos familiar y se conglomeran con una prestancia no muy distinta a la de cualquier sábado nocturno. Hay, sin embargo, una diferencia: los rostros de los jóvenes disfrazan una angustia: la del que está en presencia de una fiesta en la cual no se lo agasaja ni mucho menos. En el limbo de los que escapan a su condición de hijos procurando preservarse de caer en la de padres, los jóvenes buscan apropiarse de la Navidad. Si la presencia juvenil en sábado nocturno está legitimada, durante la madrugada del veinticinco la juventud busca manifestarse, enarbolando su presencia para conseguir un asentamiento propio.
La Navidad es para hijos o para padres. Los que quedan en el medio brindan lo mismo –o más-, tiran cohetes –y más- pero se ven obligados a fundir su angustia en celebración exagerada. De otra manera no se explicaría cómo los jóvenes –por definición, rebeldes- se enlistan en los cuerpos de celebrantes sin mayores pataleos.
La Navidad es para hijos o para padres. Los que quedan en el medio brindan lo mismo –o más-, tiran cohetes –y más- pero se ven obligados a fundir su angustia en celebración exagerada. De otra manera no se explicaría cómo los jóvenes –por definición, rebeldes- se enlistan en los cuerpos de celebrantes sin mayores pataleos.
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