viernes, 19 de febrero de 2010

La columna de Mariano Luna I: Por qué los seres indeseables nos invaden

Por qué los seres indeseables nos invaden
por Mariano Luna (*)
El martes pasado, como no tenía cambio –mi billetera tímidamente exhibía unos pocos billetes de cien pesos- debí enfrentarme a la imposibilidad de abordar un taxi. Si bien aprecio mucho a los servidores públicos que conducen este tipo de transporte, debo confesar que, apremiado por el apuro con el que suele envolverme el trajín cotidiano, por un momento esbocé una maldición hacia los conductores de los bólidos aurinegros: “¿por qué casi nunca tienen el dinero necesario para entregar el vuelto correspondiente?”, me pregunté, al borde de la desesperación. Por suerte, ésa no fue la única interrogación que entretuvo mi pensamiento. “¿Cómo llego ahora al gimnasio?” presentaba una cuestión mucho más práctica y urgente.
Afortunadamente, sólo unas quince cuadras separan la radio en la que trabajo –bueno, “trabajo”... prefiero decir en la que “ejerzo el periodismo”; “trabajo” es otra cosa; “trabajo” es el de los taxistas y el de todos aquellos que recorren la calle, se esfuerzan, aquellos que impulsan el país hacia delante; aprovecho la ocasión para saludar a todos los trabajadores de este país- del gimnasio al que acudo más por coquetería que por prescripción médica. Debido al ejercicio que me esperaba, descarté de inmediato la posibilidad de recorrer esas quince cuadras a pie. “La gimnasia, en el gimnasio”, me dije. Pero el enigma se mantenía: “¿cómo llego ahora al gimnasio?”.
Un bocinazo de un colectivo me abstrajo de mis pensamientos sólo para poder volver sobre ellos con mayor determinación: “¡ya está!”, resolví. “Me tomo un colectivo”.
Por suerte tenía unas monedas en el bolsillo con las cuales podría pagar el boleto. Siempre llevo algunas monedas en el bolsillo para dárselas a unos hermanitos que paran en la esquina de la radio, pero justo ese día no estaban. Recordé que era mes de marzo y deduje que los chicos estarían en la escuela. Esa idea me reconfortó: es importante que los niños y niñas pobres vayan a la escuela. Es importante que se eduquen. Es importante que lean y que escriban. Así será más probable que el día de mañana consigan un trabajo -como empleadas domésticas, como albañiles, o como lo que sea... siempre y cuando sea algo honesto- que les permita obtener dinero para satisfacer esas necesidades –techo, comida- que no por ser básicas son menos importantes.
La cuestión es que subí al colectivo y pagué mi boleto. No estaba lleno, por lo que pude sentarme del lado de la ventanilla -como me gustaba hacer cuando tomaba el tren desde San Isidro- para poder observar la ciudad, sus calles, comercios y edificios. Sin embargo, hubo algo que perturbó sensiblemente la emoción que estaba comenzando a sentir por mi inesperada aventura.
En uno de los asientos traseros, un joven –pido perdón a los jóvenes de bien por utilizar la misma palabra para referir tanto a ellos como a este adefesio urbano, pero bueno, así es el lenguaje- estaba escuchando música con su teléfono celular. Mejor dicho: el “joven” estaba haciéndonos escuchar su música a todos los pasajeros del colectivo, ya que no se encontraba usando auriculares sino que escuchaba música a través del parlante exterior con el que estos dispositivos electrónicos hoy en día cuentan. Si este sujeto hubiese estado escuchando alguna ópera de Wagner, desde luego, mi sensación no se habría acercado a la de la tortura más salvaje. De acuerdo, comprendo, las clases populares seguramente no escuchen música clásica con la misma frecuencia con la que lo hacen las clases superiores. Esto lo sé, no voy a cometer la necedad de no reconocerlo. Pero bueno, el joven éste podría haber estado escuchando algún bolero, alguna balada melódica, algo popular en el buen sentido de la palabra... pero no. El sujeto estaba escuchando una mezcla de cumbia y bailanta completamente indescifrable. ¿Por qué? ¿Por qué, al menos, no usaba auriculares? ¿Por qué torturar a los demás pasajeros, personas de bien, entre los que, desde luego, me encontraba yo mismo?
A medida que la indignación circulaba por mis venas, decidí observar con mayor detenimiento a este sujeto. Ciertamente, su apariencia era espeluznante: llevaba una gorra, camiseta de fútbol, pantalón corto, muchos tatuajes, collares y pulseras. Las zapatillas que tenía –sumadas al teléfono móvil con el que nos torturaba- valían más que lo que la familia del sujeto en cuestión habría de invertir -se cae de maduro- en la educación de sus hijos, nietos y bisnietos; y, de seguro, ambas prendas habían sido robadas o compradas en algún comercio ilegal. Como si todo esto fuera poco, la constitución física de este ser se encontraba encapotada por una tez tan oscura como premonitoria.
En definitiva, digamos que el conjunto parecía provenir de un catálogo de lugares comunes del horror. ¿Por qué se vestía así? Evidentemente, debe existir una relación directa entre la estética adoptada por este joven y la ética a la que suponemos que subscribe (si convenimos llamar “ética” al conjunto de actividades, conductas y funciones biológicas desarrolladas por este cuasi individuo). Sin embargo, aunque encontráramos esta relación, la misma no resultaría satisfactoria. De nada sirve que existan sujetos como éste. Su existencia –o, mejor dicho, la proliferación de su biotipo- son un ejemplo innegable de la inconveniencia de la diversidad y el libertinaje.
Pero esto lo estoy pensando ahora. En su momento, mientras sufría la presencia de ese sujeto que nos obligaba a escuchar su música horripilante, fui atacado por una teoría reveladora. ¿Por qué ese sujeto escuchaba música de esa manera? ¿De qué estructura mental carecía como para desarrollar esa conducta tan insociable? Afortunadamente la respuesta apareció rápidamente; en caso contrario, posiblemente habría olvidado bajar en mi parada y me habría perdido mi sesión semanal en el gimnasio. Quiero compartir ahora con ustedes, estimados lectores, la revelación que tuve.
Los seres indeseables buscan invadir cada uno de nuestros sentidos: el oído, por eso gritan y escuchan su “música” horrible con volúmenes infernales; la vista, por eso están por todos lados y se visten llamativamente; el olfato, por eso huelen como huelen; y el gusto y el tacto. ¿Con qué función se corresponde su interés por conquistar las esferas de estos dos sentidos? La respuesta es sencilla: con su alta tasa reproductiva. Los seres indeseables se abstienen de controlar la natalidad y alcanzan una tasa reproductiva sólo comparable a la de los más enardecidos roedores porque quieren ser muchos. Y quieren ser muchos para ocupar todo el espacio, para invadirnos por todos lados y obligarnos a estar todo el tiempo viéndolos, escuchándolos, oyéndolos y tocándolos, apretujados, de manera tal que si llegáramos a intentar un grito de auxilio su plan macabro se concretaría, pues, en la desesperación, terminaríamos apoyando accidentalmente nuestra lengua en el brazo de alguno de ellos, o de todos ellos, porque quien habla de un indeseable, habla de cualquier indeseable, ya que todos se parecen.
El día en que esto pase –créanme, no falta mucho si nadie toma cartas en el asunto- los indeseables habrán invadido todos nuestros sentidos. Tengamos cuidado.
(*) Periodista de trayectoria intachable, extensa... intachable.

3 comentarios:

Cartucho dijo...

Interesante texto!

Por cierto, creo que deberías ponerlo en la sección "humor", a menos que hables en serio. Me refiero a cosas cómo "clase superior", etc... Superior en qué? En sobervia?

En ese caso, en psicología tenemos varias formas de ayudar a combatir la ignorancia... Desde pastillas hasta psicoanalisis, googlea que vas a encontrar bastante seguro.

Saludos!

Cartucho dijo...

Aclaro, que no tengo intención de ofender en ningún momento, y que a mi tampoco me encanta esa gente... Pero no podría juzgarlos por la música que escucha un colectivo, o por su tez morena.

Saludos nuevamente!

Lucía dijo...

Sin ánimos de discutir, agrego dos observaciones al comentario de "Cartucho". En primer lugar, "soberbia" va las dos veces con B larga... que no nos invadan las faltas de ortografía. En segundo lugar, la frase "a mi tampoco me encanta esa gente" tira por la borda la crítica anterior...
A favor de mi amigo Mae (con quien tantas veces disiento), tengo para decir que sus escritos suelen presentar este tinte ambiguo que propicia distintas lecturas, poniendo así en evidencia a quienes cuanto menos consideran estar de acuerdo con algo de lo que dice el escrito...
Pd: pido disculpas por la preterición de mi oración inicial (o no).