El invierno ha llegado. La desolación apremia. El viento chifla por los recovecos de las orejas. Son las seis de la tarde, pero parecen las cuatro de la mañana. Ni el inminente café con leche ni la promesa de caldo de verduras parecen consolar a Rogelio Benavídez, estudiante ecuatoriano. Rogelio desciende del colectivo y comienza la odisea de seis cuadras hasta su casa, oscuro antro porteño ubicado en el barrio de Floresta.
Rogelio detesta usar el dinero de sus padres -bienpensantes oligarcas de la ciudad de Quito- para estudiar cine en Buenos Aires. Es por eso que descartó la posibilidad de vivir en Palermo. Y es por eso que, de tanto en tanto, Rogelio diluye culpas y lugares comunes frente a la computadora. Entre sorbo y sorbo de café con leche escribe.
Instrucciones para vestir una bufanda
Rogelio detesta usar el dinero de sus padres -bienpensantes oligarcas de la ciudad de Quito- para estudiar cine en Buenos Aires. Es por eso que descartó la posibilidad de vivir en Palermo. Y es por eso que, de tanto en tanto, Rogelio diluye culpas y lugares comunes frente a la computadora. Entre sorbo y sorbo de café con leche escribe.
Instrucciones para vestir una bufanda
La bufanda protege del frío la zona de las fauces. Puede ser de lana o de seda, o de lo que usted desee. La clave está en que proteja el cuello, lo recubra, le dé calor. Si es lo suficientemente ancha incluso puede usársela para taparse uno la boca y callar verdades y frialdades. El largo de la bufanda es todo un tema. Es muy preferible que no sea corta pero si, por el contrario, es demasiado larga, sobreviene un ridículo dilapidamiento de la elegancia del cual es prácticamente imposible retornar. El color de la bufanda es otra cuestión muy interesante: las hay a rayas, a cuadritos, de uno, dos, tres, cuatro colores, con inscripciones, lisas, llanas... Elegir una bufanda es un arte: el arte de elegir una bufanda. Pero elegir elige cualquiera: la cuestión es saber vestirla con elegancia. Y saber cómo colocársela: miren atentamente por la calle y observarán a muchos desdichados que llevan aparatosamente su bufanda, como si enmarcaran una tortícolis o le pusieran el moño a una fractura de clavícula.
Rogelio toma la taza de café con leche. Suspira. Él es uno de ésos que llevan aparatosamente su bufanda.Un tema del cual casi nadie habla -tales son los pruritos que empantanan nuestras inquietudes- es qué hacer cuando la bufanda, ya sea por bruscos cambios de temperatura, ya sea por encontrarnos en lugares con calefacción, se vuelve un objeto inútil, superfluo, un adminículo del cual ya hemos removido nuestro deseo e interés. Hay quienes hacen un bollo la bufanda y la colocan en el bolsillo de la campera. Hay quienes la cuelgan prolijamente de algún lado. Y hay otras personas que, aún sin necesitarla, conservan puesta la bufanda hasta el fin de los tiempos. Para esas personas la bufanda es una necesidad impostergable o un capricho deleznable: aún no se han decidido.
Rogelio come una galletita y prende la radio.
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