miércoles, 1 de febrero de 2006

Un regreso

No era tanto el polvo en su ropa y en el bolso –hasta las pestañas tenía llenas de tierra- sino la expresión de su rostro: ¿cuántos kilómetros había recorrido? ¿tres mil quinientos setenta y nueve? Y sin embargo, allí estaba de vuelta, nuevamente ante su puerta. Habían pasado dos meses, cinco años, no importa: la sequedad de la espera se termina ni bien uno se sumerge en la pileta del ya era hora.
Y allí estaba de vuelta, la espalda desbordada de experiencias y, no obstante, erguida y extensa como la de un natacionista. No juntó valor porque no le hacía falta; simplemente tocó a la puerta y esperó, como quien se persigna.
Ella lo reconoció de inmediato. La sorpresa y la felicidad se trenzaron en épica lucha, el corazón de la muchacha como ring. Se abrazaron. Se besaron. Estaban contentos.
Pero ella miró más detenidamente, entrecerró los ojos, escudriñó las pestañas llenas de tierra del hombre que estaba parado nuevamente ante su puerta y se estremeció. Se detuvo. Se alejó. “Usted ya no es aquel que era antes”, manifestó.
No era tanto el cansancio por el viaje sino la incomodidad que genera la ausencia de disimulo. Suspiró. Hizo un chasquido. No juntó valor porque no le hacía falta; simplemente confesó: “¿Y? ¿Qué importa? Usted tampoco es la que era antes”.
Se miraron. Se abrazaron. Se besaron. No estaban contentos, pero tampoco les importaba.

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