jueves, 23 de febrero de 2006
jueves, 16 de febrero de 2006
lunes, 13 de febrero de 2006
Santa Valentina
Suele afirmarse que si una mujer sale un día por la noche dispuesta a concretar un encuentro amoroso tiene probabilidades altísimas de cumplir su cometido, toda vez que recibirá múltiples ofertas y estará en ella aceptarlas o rechazarlas. Suele afirmarse, en definitiva, que a las mujeres se les presenta facilitado el sinuoso camino de la seducción.
Si, por el contrario, un hombre abandona su hogar con la mejor de las predisposiciones, no hay nada que garantice su éxito: estrategias, arrimes y arengas de conquista no garantizan jamás su funcionamiento y operan con una efectividad cuanto menos ciclotímica.
Planteado en estos términos, el mecanismo señalado otorga a la mujer un poder de veto significativo y la coloca en una posición determinante: está en ella decidir sobre el destino y las acciones propias y ajenas.
Esta desigualdad causa recelo en hombres y mujeres: los unos pregonan la liviandad moral de las segundas, las otras señalan la igualdad esencialista de los primeros.
Sin embargo, las parejas ocurren, los encuentros se propician y las acciones devienen, de manera tal que las generalizaciones realizadas sobre el tema se vuelven infructuosas o adquieren el tono trivial del lugar común.
¿Qué queda por decir al respecto? Los fenómenos son innumerables: mujeres hermosas que salen con salames, facheros que frecuentan especimenes de estética dudosa, psicópatas que enamoran mentes campechanas, mentirosos que prometen e hipotecan lo que no tienen, larvas que no llegan nunca a mariposas, mariposas que mueren tras veinticuatro horas, momias que se conservan en el hielo, cigarrillos que se consumen en dos pitadas, ratas que no comen el veneno, alfileres que se clavan en la espalda.
Sin embargo, las parejas ocurren y los creativos publicitarios continúan elaborando emotivas tarjetas. Lo que comienza absurdamente sin ningún motivo, de la misma forma absurda concluye o -aún más absurdamente- continúa. Difícil legislar en esta materia; la ciencia del guión cinematográfico poco y nada tiene que ver con todo esto.
¿Qué queda por decir, entonces, al respecto? Pues que el galanteo es como la teoría de la relatividad: todos conocen su fórmula, pero nadie sabe de qué mierda se está hablando. Feliz Navidad.
Si, por el contrario, un hombre abandona su hogar con la mejor de las predisposiciones, no hay nada que garantice su éxito: estrategias, arrimes y arengas de conquista no garantizan jamás su funcionamiento y operan con una efectividad cuanto menos ciclotímica.
Planteado en estos términos, el mecanismo señalado otorga a la mujer un poder de veto significativo y la coloca en una posición determinante: está en ella decidir sobre el destino y las acciones propias y ajenas.
Esta desigualdad causa recelo en hombres y mujeres: los unos pregonan la liviandad moral de las segundas, las otras señalan la igualdad esencialista de los primeros.
Sin embargo, las parejas ocurren, los encuentros se propician y las acciones devienen, de manera tal que las generalizaciones realizadas sobre el tema se vuelven infructuosas o adquieren el tono trivial del lugar común.
¿Qué queda por decir al respecto? Los fenómenos son innumerables: mujeres hermosas que salen con salames, facheros que frecuentan especimenes de estética dudosa, psicópatas que enamoran mentes campechanas, mentirosos que prometen e hipotecan lo que no tienen, larvas que no llegan nunca a mariposas, mariposas que mueren tras veinticuatro horas, momias que se conservan en el hielo, cigarrillos que se consumen en dos pitadas, ratas que no comen el veneno, alfileres que se clavan en la espalda.
Sin embargo, las parejas ocurren y los creativos publicitarios continúan elaborando emotivas tarjetas. Lo que comienza absurdamente sin ningún motivo, de la misma forma absurda concluye o -aún más absurdamente- continúa. Difícil legislar en esta materia; la ciencia del guión cinematográfico poco y nada tiene que ver con todo esto.
¿Qué queda por decir, entonces, al respecto? Pues que el galanteo es como la teoría de la relatividad: todos conocen su fórmula, pero nadie sabe de qué mierda se está hablando. Feliz Navidad.
domingo, 12 de febrero de 2006
lunes, 6 de febrero de 2006
miércoles, 1 de febrero de 2006
Un regreso
No era tanto el polvo en su ropa y en el bolso –hasta las pestañas tenía llenas de tierra- sino la expresión de su rostro: ¿cuántos kilómetros había recorrido? ¿tres mil quinientos setenta y nueve? Y sin embargo, allí estaba de vuelta, nuevamente ante su puerta. Habían pasado dos meses, cinco años, no importa: la sequedad de la espera se termina ni bien uno se sumerge en la pileta del ya era hora.
Y allí estaba de vuelta, la espalda desbordada de experiencias y, no obstante, erguida y extensa como la de un natacionista. No juntó valor porque no le hacía falta; simplemente tocó a la puerta y esperó, como quien se persigna.
Ella lo reconoció de inmediato. La sorpresa y la felicidad se trenzaron en épica lucha, el corazón de la muchacha como ring. Se abrazaron. Se besaron. Estaban contentos.
Pero ella miró más detenidamente, entrecerró los ojos, escudriñó las pestañas llenas de tierra del hombre que estaba parado nuevamente ante su puerta y se estremeció. Se detuvo. Se alejó. “Usted ya no es aquel que era antes”, manifestó.
No era tanto el cansancio por el viaje sino la incomodidad que genera la ausencia de disimulo. Suspiró. Hizo un chasquido. No juntó valor porque no le hacía falta; simplemente confesó: “¿Y? ¿Qué importa? Usted tampoco es la que era antes”.
Y allí estaba de vuelta, la espalda desbordada de experiencias y, no obstante, erguida y extensa como la de un natacionista. No juntó valor porque no le hacía falta; simplemente tocó a la puerta y esperó, como quien se persigna.
Ella lo reconoció de inmediato. La sorpresa y la felicidad se trenzaron en épica lucha, el corazón de la muchacha como ring. Se abrazaron. Se besaron. Estaban contentos.
Pero ella miró más detenidamente, entrecerró los ojos, escudriñó las pestañas llenas de tierra del hombre que estaba parado nuevamente ante su puerta y se estremeció. Se detuvo. Se alejó. “Usted ya no es aquel que era antes”, manifestó.
No era tanto el cansancio por el viaje sino la incomodidad que genera la ausencia de disimulo. Suspiró. Hizo un chasquido. No juntó valor porque no le hacía falta; simplemente confesó: “¿Y? ¿Qué importa? Usted tampoco es la que era antes”.
Se miraron. Se abrazaron. Se besaron. No estaban contentos, pero tampoco les importaba.
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