La épica es medieval, feudal, nacional. Relata grandes proezas de héroes y tiene como objetivo enarbolar un sentimiento de pertenencia, apego a la tierra y lealtad a quien sea que vista la corona.
La épica ensalza la aventura, derrocha camaradería y exagera ideales maniqueos. Alterna las acciones de galantes caballeros, simpáticos bufones y malísimos malvados.
La épica puede ser maravillosa: factibles son los dragones, los magos y demás seres de fantasía. La épica -sea más o menos política, más o menos realista-, de todas formas, es siempre fantasía.
La épica del siglo XX vuelve superhéroes a los héroes: la lógica imperialista y la búsqueda por inculcar una sensación de pertenencia se mantienen igualmente.
La épica es siempre transmisión ideológica. La épica no deja de incluir nunca una disputa amorosa. El amor esboza algo de ideología. Todo encasillamiento ideológico suele exigir cierto interés amoroso.
La épica del siglo XXI se vuelve e-pica: acción en el terreno de lo virtual, ataques que no hacen daño físico, guerras que se ganan con los dedos.
La épica es medieval, feudal, nacional, rural. La épica del siglo XX urbaniza las locaciones de los (super)héroes. La épica transcurre en el tiempo, pero fundamentalmente en el espacio. Y sin embargo, la e-pica no tiene espacio donde llevarse a cabo.
El triunfo de la ideología imperialista se sospecha en la abolición de los espacios: si bien los héroes no son imprescindibles, sí hacen falta ámbitos donde cabalgar. El campo de batalla de la épica nace siempre discursivo: la arenga previa a cada enfrentamiento es, en sí misma, dicho enfrentamiento.
La épica del siglo XXI debe urbanizarse, debe individualizarse, debe permitir las grandes aventuras cotidianas. La e-pica debe recuperar el espacio y el contenido del discurso, debe diluir al héroe y colectivizarse. La e-pica bien podría subrayar -ya que estamos- la camaradería, la búsqueda amorosa y el humor. Sin reyes, ni tierra, ni banderas, a la épica sólo le queda la aventura. ¿Aventura escapista? Aventura humanista desalienante.
La épica ensalza la aventura, derrocha camaradería y exagera ideales maniqueos. Alterna las acciones de galantes caballeros, simpáticos bufones y malísimos malvados.
La épica puede ser maravillosa: factibles son los dragones, los magos y demás seres de fantasía. La épica -sea más o menos política, más o menos realista-, de todas formas, es siempre fantasía.
La épica del siglo XX vuelve superhéroes a los héroes: la lógica imperialista y la búsqueda por inculcar una sensación de pertenencia se mantienen igualmente.
La épica es siempre transmisión ideológica. La épica no deja de incluir nunca una disputa amorosa. El amor esboza algo de ideología. Todo encasillamiento ideológico suele exigir cierto interés amoroso.
La épica del siglo XXI se vuelve e-pica: acción en el terreno de lo virtual, ataques que no hacen daño físico, guerras que se ganan con los dedos.
La épica es medieval, feudal, nacional, rural. La épica del siglo XX urbaniza las locaciones de los (super)héroes. La épica transcurre en el tiempo, pero fundamentalmente en el espacio. Y sin embargo, la e-pica no tiene espacio donde llevarse a cabo.
El triunfo de la ideología imperialista se sospecha en la abolición de los espacios: si bien los héroes no son imprescindibles, sí hacen falta ámbitos donde cabalgar. El campo de batalla de la épica nace siempre discursivo: la arenga previa a cada enfrentamiento es, en sí misma, dicho enfrentamiento.
La épica del siglo XXI debe urbanizarse, debe individualizarse, debe permitir las grandes aventuras cotidianas. La e-pica debe recuperar el espacio y el contenido del discurso, debe diluir al héroe y colectivizarse. La e-pica bien podría subrayar -ya que estamos- la camaradería, la búsqueda amorosa y el humor. Sin reyes, ni tierra, ni banderas, a la épica sólo le queda la aventura. ¿Aventura escapista? Aventura humanista desalienante.
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