- Ya no eres el hombre que conocí diez años atrás..
- No es la edad, querida, es el kilometraje.
El diálogo –delicioso, genial, brillante- entre Marion Ravenwood e Indiana Jones proviene de la primera aventura del intrépido arqueólogo. Sí, de la primera. En Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal –recientemente estrenada en todo el mundo- escuchamos numerosísimas alusiones al paso del tiempo, pero la fórmula “no es la edad, es el kilometraje” –que tranquilamente podría haber encabezado la campaña publicitaria de la nueva película- no se repite aquí. Esa frase ya aparecía en el primer film: ocurre que Indy tiene, desde su origen mismo, una frescura algo avejentada.
Los mismos George Lucas y Steven Spielberg –esa especie de Lennon y McCartney del cine familiar- no se han cansado de explicar su intención de hacer películas de aventuras “como las de antes”, con efectos mecánicos antes que digitales, con dobles de acción antes que computarizados, con preponderancia del guión y de los personajes por sobre toda parafernalia visual. La nostalgia sublimada de Spielberg y Cía. es aplicable tanto a 1981 como a 2008, pero con una pequeña variante: la melancolía es mayor para este último caso, pues se trata de una nostalgia que incluye el recuerdo de las tres primeras películas de Indy. Estamos frente a un film que –esto ya le pasó a Lucas con Star Wars- debe enfrentarse a un retrato prácticamente inmejorable; retrato que, a diferencia del de Dorian Gray, es un reservorio de virtudes.
No es la edad, querida, es el kilometraje. El mismo Dr. Jones es, desde su profesión, una suerte de Quijote melancólico: Indiana no duda en abandonar periódicamente la evocación desde la biblioteca para buscar alrededor del mundo manifestaciones concretas, reales y actuales de esas remotas civilizaciones que estudia. De manera similar, Spielberg y Lucas no se limitan a la añoranza de los viejos seriales de la década del 40 sino que realizan películas que resultan, a la vez, homenajes y superaciones. Autores y personajes confluyen en una cruzada: la búsqueda de algo perdido que, no obstante, -y es el temor de muchos- bien podría terminar en la perdición.
Todos los integrantes de las generaciones posteriores a 1981 –entre los cuales me incluyo- no habrán pasado por la experiencia de presenciar el estreno en el cine de Los cazadores del arca perdida. Para muchos de esos sujetos –entre los cuales me incluyo- el hombre del sombrero y el látigo habrá sido un amigo de toda la vida, un primo mayor cuyas aventuras admiramos y de cuyas proezas nos jactamos como si fueran nuestras (porque, por otra parte, son nuestras).
El arraigo que Indiana tiene sobre nuestra infancia –tan permeable a las andanzas de los héroes y, a la vez, tan exigente en la selección de sus figuras- nos interpela con motivo del estreno de una nueva aventura. ¿Cómo recibiremos al primo viejo que, ya entrado en años, nos vuelve a visitar?
Harrison Ford afirma que desde el momento en el cual se volvió a calzar la ropa del arqueólogo no tuvo ningún inconveniente en reencontrarse con él. Evidentemente, para este Harrison que se suma a Lennon y a McCartney no se aplica eso de la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Y, en efecto, podemos afirmar que veinte años no es nada y que Indy cada día canta mejor.
Spielberg, Lucas y Ford se hacen cargo del paso del tiempo. Incluso se jactan de él, saboreando la gloria implícita de haber pergeñado un héroe fundamental en la historia del cine, que perdurará como las ruinas de las antiguas civilizaciones que él mismo investiga.
Desde un punto de vista argumental, el guión de El reino de la calavera de cristal asume, a su vez, el castigo de Cronos: 19 años han pasado desde 1938. La película transcurre en 1957, los nazis son reemplazados por malvados soldados soviéticos, el rockabilly se materializa de las cenizas de la Segunda Guerra, las reliquias religiosas se vuelven artefactos extraterrestres cercanos al New Age, el cabello se encanece, las arrugas maquillan el rostro y el cuerpo de los protagonistas... Pero el film no es una mera transposición que busca resolver la melancolía; la nueva aventura de Indy asume el paso del tiempo y se da el lujo de volver sobre lo pasado para decir –y hacer- varias cosas más.
En primer lugar, la perfecta adecuación de la historia y de los personajes al nuevo tiempo es, en sí misma, una refutación de aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. El arqueólogo de esto algo sabe, y parece gritar con cada excavación que, si bien “todo tiempo pasado fue”, aquella parte de “mejor” nos compete a nosotros.
Y es en este sentido donde aparece –como nunca- la maestría de Spielberg. El cineasta recoge el guante del desafío del regreso y emprende la tarea de hacer una película de las de antes “como las de antes”. Spielberg nos muestra que la tentación de hacer volar todo en las películas de acción y de marear al público en la sala de edición no son responsabilidad de las nuevas tecnologías (Lucas debe saberlo bien), sino, en todo caso, impericia de directores y productores que se dejan seducir muy fácilmente por formas efectistas de relato. La nueva película de Indiana Jones viene a confirmar que siempre será posible hacer buenas películas. Más allá de la nostalgia, el futuro de las aventuras que nos conmueven desde la infancia está garantizado.
Ahora bien, el paso del tiempo trae experiencia; y la experiencia, sabiduría. La fórmula podría estar sacada de un libro de autoayuda destinado a la tercera edad, pero bien podría aplicarse a la filmografía de Spielberg (para quien deberíamos agregar que el paso del tiempo trae, además, millones de dólares). El viejo Steven –militante liberal en el buen sentido de ambas palabras- se permite cuestionar la actual paranoia de los Estados Unidos evocando con exquisitez –como lo supo hacer con el fabuloso encuentro cara a cara entre Herr Jones y el Führer en La última Cruzada- la oscuridad de toda una época (en el caso de la última aventura, nos encontramos al viejo Jones exiliándose en los albores del mccarthyismo). Como si esto fuera poco, el director nos da el gusto de volver sobre el viejo almacén con el cual cerraba la primera película (en una escena que se adelantaba más de diez años a los Expedientes Secretos X) para mostrar las contradicciones de un imperio que –a diferencia de otros que el arqueólogo investiga- acapara artefactos no por ambición de conocimiento sino de poder.
Estamos frente a una película de Spielberg y las relaciones padre- hijo son el tópico por excelencia de su extensa filmografía. En este sentido, para Henry Jones Jr. ha corrido mucha agua bajo el puente colgante: extraña –como todos- a Sean Connery pero ahora debe él mismo vérselas como padre. Porque sí, ahorremos la sorpresa de lo que ya todos sabíamos: el joven Mutt Williams –interpretado por Shia LeBouf- es el hijo de Indy y Marion, la bella mujer que consiguió robarle el corazón.
Marion reaparece también en la película, y es responsable de uno de sus mejores momentos: la sonrisa que aparece en su rostro cuando recibe un piropo del hasta ahora empedernido Indy es sencillamente sabrosa. Porque sí, debemos decirlo: el tiempo pasa y le ha llegado el momento a nuestro héroe de sentar cabeza. Ahora bien, ¿habrá llegado ese momento también para los espectadores?
El tramo final de la película acaso no les resulte tan satisfactorio a muchos espectadores. “Es muy fantasiosa”, escuché decir a la salida del cine. ¡Desde luego! Una piedra redonda y gigante debería rodar por sobre la cabeza de quienes descubran la pólvora de ese modo tan burdo.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal propone un último ejercicio: que nosotros mismos como espectadores volvamos a enfrentarnos a una película de aventuras “como las de antes”. Ese momento de referencia será propio de cada uno y estará dado por las costados emocionales que las primeras peripecias de Indy supieron tocar.
Spielberg, Lucas y Harrison se lanzan en búsqueda del tiempo perdido: 19 años. Es mucho tiempo. Ellos lo saben. Pero se hacen cargo del asunto. Parece que este profesor tiene algo muy importante para enseñarnos. Será cuestión de tomar asiento y observar la clase; observarla y escucharla porque –no hay que dejar de mencionarlo- toda la lección está acompañada por la inolvidable música de John Williams, el cuarto Beatle que completa el grupo y cierra la función.
- No es la edad, querida, es el kilometraje.
El diálogo –delicioso, genial, brillante- entre Marion Ravenwood e Indiana Jones proviene de la primera aventura del intrépido arqueólogo. Sí, de la primera. En Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal –recientemente estrenada en todo el mundo- escuchamos numerosísimas alusiones al paso del tiempo, pero la fórmula “no es la edad, es el kilometraje” –que tranquilamente podría haber encabezado la campaña publicitaria de la nueva película- no se repite aquí. Esa frase ya aparecía en el primer film: ocurre que Indy tiene, desde su origen mismo, una frescura algo avejentada.
Los mismos George Lucas y Steven Spielberg –esa especie de Lennon y McCartney del cine familiar- no se han cansado de explicar su intención de hacer películas de aventuras “como las de antes”, con efectos mecánicos antes que digitales, con dobles de acción antes que computarizados, con preponderancia del guión y de los personajes por sobre toda parafernalia visual. La nostalgia sublimada de Spielberg y Cía. es aplicable tanto a 1981 como a 2008, pero con una pequeña variante: la melancolía es mayor para este último caso, pues se trata de una nostalgia que incluye el recuerdo de las tres primeras películas de Indy. Estamos frente a un film que –esto ya le pasó a Lucas con Star Wars- debe enfrentarse a un retrato prácticamente inmejorable; retrato que, a diferencia del de Dorian Gray, es un reservorio de virtudes.
No es la edad, querida, es el kilometraje. El mismo Dr. Jones es, desde su profesión, una suerte de Quijote melancólico: Indiana no duda en abandonar periódicamente la evocación desde la biblioteca para buscar alrededor del mundo manifestaciones concretas, reales y actuales de esas remotas civilizaciones que estudia. De manera similar, Spielberg y Lucas no se limitan a la añoranza de los viejos seriales de la década del 40 sino que realizan películas que resultan, a la vez, homenajes y superaciones. Autores y personajes confluyen en una cruzada: la búsqueda de algo perdido que, no obstante, -y es el temor de muchos- bien podría terminar en la perdición.
Todos los integrantes de las generaciones posteriores a 1981 –entre los cuales me incluyo- no habrán pasado por la experiencia de presenciar el estreno en el cine de Los cazadores del arca perdida. Para muchos de esos sujetos –entre los cuales me incluyo- el hombre del sombrero y el látigo habrá sido un amigo de toda la vida, un primo mayor cuyas aventuras admiramos y de cuyas proezas nos jactamos como si fueran nuestras (porque, por otra parte, son nuestras).
El arraigo que Indiana tiene sobre nuestra infancia –tan permeable a las andanzas de los héroes y, a la vez, tan exigente en la selección de sus figuras- nos interpela con motivo del estreno de una nueva aventura. ¿Cómo recibiremos al primo viejo que, ya entrado en años, nos vuelve a visitar?
Harrison Ford afirma que desde el momento en el cual se volvió a calzar la ropa del arqueólogo no tuvo ningún inconveniente en reencontrarse con él. Evidentemente, para este Harrison que se suma a Lennon y a McCartney no se aplica eso de la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Y, en efecto, podemos afirmar que veinte años no es nada y que Indy cada día canta mejor.
Spielberg, Lucas y Ford se hacen cargo del paso del tiempo. Incluso se jactan de él, saboreando la gloria implícita de haber pergeñado un héroe fundamental en la historia del cine, que perdurará como las ruinas de las antiguas civilizaciones que él mismo investiga.
Desde un punto de vista argumental, el guión de El reino de la calavera de cristal asume, a su vez, el castigo de Cronos: 19 años han pasado desde 1938. La película transcurre en 1957, los nazis son reemplazados por malvados soldados soviéticos, el rockabilly se materializa de las cenizas de la Segunda Guerra, las reliquias religiosas se vuelven artefactos extraterrestres cercanos al New Age, el cabello se encanece, las arrugas maquillan el rostro y el cuerpo de los protagonistas... Pero el film no es una mera transposición que busca resolver la melancolía; la nueva aventura de Indy asume el paso del tiempo y se da el lujo de volver sobre lo pasado para decir –y hacer- varias cosas más.
En primer lugar, la perfecta adecuación de la historia y de los personajes al nuevo tiempo es, en sí misma, una refutación de aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. El arqueólogo de esto algo sabe, y parece gritar con cada excavación que, si bien “todo tiempo pasado fue”, aquella parte de “mejor” nos compete a nosotros.
Y es en este sentido donde aparece –como nunca- la maestría de Spielberg. El cineasta recoge el guante del desafío del regreso y emprende la tarea de hacer una película de las de antes “como las de antes”. Spielberg nos muestra que la tentación de hacer volar todo en las películas de acción y de marear al público en la sala de edición no son responsabilidad de las nuevas tecnologías (Lucas debe saberlo bien), sino, en todo caso, impericia de directores y productores que se dejan seducir muy fácilmente por formas efectistas de relato. La nueva película de Indiana Jones viene a confirmar que siempre será posible hacer buenas películas. Más allá de la nostalgia, el futuro de las aventuras que nos conmueven desde la infancia está garantizado.
Ahora bien, el paso del tiempo trae experiencia; y la experiencia, sabiduría. La fórmula podría estar sacada de un libro de autoayuda destinado a la tercera edad, pero bien podría aplicarse a la filmografía de Spielberg (para quien deberíamos agregar que el paso del tiempo trae, además, millones de dólares). El viejo Steven –militante liberal en el buen sentido de ambas palabras- se permite cuestionar la actual paranoia de los Estados Unidos evocando con exquisitez –como lo supo hacer con el fabuloso encuentro cara a cara entre Herr Jones y el Führer en La última Cruzada- la oscuridad de toda una época (en el caso de la última aventura, nos encontramos al viejo Jones exiliándose en los albores del mccarthyismo). Como si esto fuera poco, el director nos da el gusto de volver sobre el viejo almacén con el cual cerraba la primera película (en una escena que se adelantaba más de diez años a los Expedientes Secretos X) para mostrar las contradicciones de un imperio que –a diferencia de otros que el arqueólogo investiga- acapara artefactos no por ambición de conocimiento sino de poder.
Estamos frente a una película de Spielberg y las relaciones padre- hijo son el tópico por excelencia de su extensa filmografía. En este sentido, para Henry Jones Jr. ha corrido mucha agua bajo el puente colgante: extraña –como todos- a Sean Connery pero ahora debe él mismo vérselas como padre. Porque sí, ahorremos la sorpresa de lo que ya todos sabíamos: el joven Mutt Williams –interpretado por Shia LeBouf- es el hijo de Indy y Marion, la bella mujer que consiguió robarle el corazón.
Marion reaparece también en la película, y es responsable de uno de sus mejores momentos: la sonrisa que aparece en su rostro cuando recibe un piropo del hasta ahora empedernido Indy es sencillamente sabrosa. Porque sí, debemos decirlo: el tiempo pasa y le ha llegado el momento a nuestro héroe de sentar cabeza. Ahora bien, ¿habrá llegado ese momento también para los espectadores?
El tramo final de la película acaso no les resulte tan satisfactorio a muchos espectadores. “Es muy fantasiosa”, escuché decir a la salida del cine. ¡Desde luego! Una piedra redonda y gigante debería rodar por sobre la cabeza de quienes descubran la pólvora de ese modo tan burdo.
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal propone un último ejercicio: que nosotros mismos como espectadores volvamos a enfrentarnos a una película de aventuras “como las de antes”. Ese momento de referencia será propio de cada uno y estará dado por las costados emocionales que las primeras peripecias de Indy supieron tocar.
Spielberg, Lucas y Harrison se lanzan en búsqueda del tiempo perdido: 19 años. Es mucho tiempo. Ellos lo saben. Pero se hacen cargo del asunto. Parece que este profesor tiene algo muy importante para enseñarnos. Será cuestión de tomar asiento y observar la clase; observarla y escucharla porque –no hay que dejar de mencionarlo- toda la lección está acompañada por la inolvidable música de John Williams, el cuarto Beatle que completa el grupo y cierra la función.
**Publicado en www.tandilfilms.com.ar**
1 comentario:
Para algunas personas el paso del tiempo trae antigüedad. Esta película es un claro ejemplo de ello. No solo porque Harrison Ford sea antiguo, sino porque una película con este desarrollo y este tratamiento lo es. Antigua. Más que a las otras Indiana me hizo acordar a la Joya del Nilo, sobre todo la extensísima secuencia de persecución en la selva. Las cirugías que sostienen la cara de Harrison son analógicas o digitales? En vez de primeros planos se le hacen planos un "poco más abiertos" para evitar el fracaso estñetico del film (y del actor)? Ese es el mejor recurso de estilo de toda la película, ver cómo hizo Stevie - el hijo pródigo de Israel - para evitar esa cara espantosa sin arruinar la narrativa . Lo cómico del asunto es que Sean Connery, que tiene ya 124 años, siempre se ha mantenido en mejor forma facial que Harri. La barba lo ha ayudado. La cintura no, cosa que vemos con mucha claridad en la Extraordinaria Liga de la gilada. Pero aún así un tipo con tanta capacidad de resistencia de rostro no debería ser burdamente mencionado con una secuencia de foto-en-escritorio, es patético.
El tratamiento político, área en la que realmente me cuesta opinar dada mi total falta de conocimiento, me pareció estar en el mismo tono que la paranoia comunista referida. De hecho creo que ocupa la misma mentalidad intensamente antienemigo-x característica de los states. Los rusos retratados de manera caricaturesca realmente pertenecen al pasado. Si bien nada me afilia con los soviéticos, de hecho prefiero el consumo, la avaricia y el capitalismo sangriento, pero esta manera de mostrar a los esteparios es bastante poco elegante. La peli debería haber terminado con el episodio de la bomba, que sí está a la altura de los mejores momentos de Stevie - Israel's prodigal son -. En ese caso solo duraría 20 minutos, lo que después de ver toda esta opereta no parece una mala idea. Además de esta forma se evitaría la venenosa presencia de Shia Labeouf. A alguien le gusta algo de ese tipo?? Ya participó del engendro que es transformers. Su nombre es horrible. Él es horrible. Su voz es horrible. Su cara es horrible. Su cuerpo es horrible. Su manera de actuar es horrible. Su manera de hablar es horrible. Ahora llegó para participar de otro recuerdo de la infancia arruinado que es la saga de Indy.
Hablo desde el despecho total. Yo jugué las 2 aventuras gráficas en muchas oportunidades. Yo compré la aventura gráfica original de la última cruzada, en caja, años después de haberla ganado cientos de veces. La compré en una polvorienta librería de corrientes por $1. Venía en diskette 3 1/4 y traía las claves con anteojos 3D para leerlas. Fui a ver la película, sin los anteojos 3D, con mucha onda, queriendo que me gustara. Shia Labeouf se anotó otro punto en su cruzada terrorista.
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