La forma de vestirse de Celeste Chudnovsky me dejaba meditando entre los rótulos “hippie” y “chic”. Afortunadamente, su corte de pelo –à la Araceli González después de dos sesiones de quimioterapia- volcaba este dilema hacia la etiqueta más englobadora de “vagabunda”.
Había conocido a Celeste en la Facultad de Filosofía y Letras; los dos nos habíamos anotado en un seminario titulado “Latinoamérica: condiciones actuales y reales para un futuro mejor”, pero no pudimos presenciar la primera clase debido a una leve superpoblación de ochocientas personas en un aula austera en cuanto a sus dimensiones, pero generosa en cantidad de columnas que instauraban una dificultad en el seguimiento del profesor sólo comparable a la gesta andina del Libertador San Martín.
Tras esta fallida posibilidad de imbuirnos de conocimiento, un amigo en común nos invitó a Celeste y a mí a tomar una cerveza, circunstancia descontracturante que la bella Chudnovsky decidió remarcar con el encendido de un cigarrillo que yo juzgué de dudosa procedencia. “¿Dónde compraste eso?”, le pregunté; “creo que en el quisco de la esquina, pero no estoy segura”, me contestó pitando su Lucky Strike y confirmando mis sospechas. Me enamoré en ese mismo instante.
Tiempo después, me dirijo a la casa de Celeste, un oscuro antro del barrio de Once. Me recibe llorando: el aumento del alquiler la obligará a retornar a la casa de su padre, una pequeña mansión en Palermo. Trato de hacerle ver los aspectos positivos de esta mudanza, pero ella se empecina en sentirse alejada del ideal utópico de la carencia. Inútil fue resaltarle que de ahora en más podría comer todos los días, contaría con un escritorio y una lámpara para estudiar y podría darse el lujo de una sábana.
Celeste no tardó en reconciliarse con su padre. Su oposición más bien inexistente a la organización de fiestas desenfrenadas en su casa estrechó sin dudas la relación con su hija, con las amigas de su hija y con el farmacéutico del barrio. Lamentablemente, el hecho de que el padre de Celeste me convocara a un ménage à quatre en el que también participarían una empleada de su empresa y su misma hija terminó por deserotizarme.
Habiendo decidido abandonar la vida licenciosa por un tiempo, me enfoqué por completo en los estudios. La dificultad que esto significó para mí me hizo dudar de la idoneidad de los orientadores vocacionales –que habían visto en mí un potencial genio de la literatura- y de los oftalmólogos de mi empresa de medicina prepaga, toda vez que por más que intentara focalizarme en la lectura, todo permanecía borroso y difuso.
Pasó cierta cantidad de tiempo. Poco a poco fui dándome cuenta de que extrañaba a Celeste. Hacía mucho que no la veía en la facultad, lo cual aumentaba mi desencanto académico. Una tarde en la cual las clases fueron suspendidas por una inundación en el subsuelo de la facultad que produjo a su vez un corte de luz en todo el barrio, decidí ir a buscar a Celeste a la casa de su padre.
Hacía mucho que no caminaba por Palermo. Comenzaba a olvidarme de las personas que por allí transitan, de la particular estética de sus restoranes y tiendas de diseño, de las heces de perro que decoran sus hermosas veredas. Era un placer volver a pisarlas.
Me invadió, no obstante, cierto estupor cuando observé la otrora mansión del padre de Celeste. La casa se había transformado en una suerte –una buena suerte- de cabaret que contrataba a bailarinas europeas, con preferencia de germanas pechugonas. El nombre del local era, en este sentido, bien descriptivo: “Teutonas & Tetonas”.
Pagué mi ingreso al lugar con la esperanza de encontrar allí a Celeste. No encontré ningún indicio de ella; luego comprendí que había por lo menos dos grandes razones por las cuales Celeste no podría ingresar a un lugar exclusivo para alemanas de busto generoso. Volví a mi casa, no sin antes encargarle un baile a una blonda despampanante que tenía una camisa casi transparente y diminuta a punto de estallar.
La vida me sorprendió con una casualidad de comedia romántica estadounidense cuando encontré en la puerta de mi departamento a Celeste. Estaba verdaderamente hermosa, lo cual no dejó de sorprenderme. Sin embargo, las novedades continuarían, pues no me toparía sólo con Celeste sino también con la puerta de mi casa, la cual con molesta perseverancia se negaba a ser abierta. Frustrado por la llave falseada que postergaba el encuentro con mi amada, decidí invitarla abiertamente a compartir una habitación en el albergue transitorio “Hawai”, sucio pero práctico establecimiento que se jactaba de ser el primer y único “hotel aloha-miento” de Floresta.
Estábamos a punto de comenzar lo más interesante del asunto cuando Celeste se detuvo repentinamente. “Aborrezco a mi padre”, confesó. “Descubrí que es un pederasta y un proxeneta”. Mientras hacía todo lo posible por arrancarle a mordidas su corpiño, trate de consolarla rápidamente diciéndole que sospechaba de hacía rato esas características de su progenitor y que había tenido oportunidad de ver lo que había hecho con su casa. “¡Jurame que nunca entraste a esa cueva de perdición, lujuria y desenfreno!”, me exhortó con vehemencia. Tras arrancarle la bombacha, olerla y guardármela en el bolsillo le dije que no, que yo era una persona sobria y conservadora, más bien recatada, y que jamás había entrado en ese lugar. Aliviada, Celeste procedió a desabrocharme la camisa. Fue en ese momento que un botón salió del bolsillo en el cual generalmente guardo una birome. Celeste lo observó con curiosidad y me pegó un bofetada. El botón tenía el logo inconfundible “T&T” de “Teutonas & Tetotas”, y sin duda se había colado allí durante el baile de la bomba prusiana despampanante empleada del padre de Celeste.
Había conocido a Celeste en la Facultad de Filosofía y Letras; los dos nos habíamos anotado en un seminario titulado “Latinoamérica: condiciones actuales y reales para un futuro mejor”, pero no pudimos presenciar la primera clase debido a una leve superpoblación de ochocientas personas en un aula austera en cuanto a sus dimensiones, pero generosa en cantidad de columnas que instauraban una dificultad en el seguimiento del profesor sólo comparable a la gesta andina del Libertador San Martín.
Tras esta fallida posibilidad de imbuirnos de conocimiento, un amigo en común nos invitó a Celeste y a mí a tomar una cerveza, circunstancia descontracturante que la bella Chudnovsky decidió remarcar con el encendido de un cigarrillo que yo juzgué de dudosa procedencia. “¿Dónde compraste eso?”, le pregunté; “creo que en el quisco de la esquina, pero no estoy segura”, me contestó pitando su Lucky Strike y confirmando mis sospechas. Me enamoré en ese mismo instante.
Tiempo después, me dirijo a la casa de Celeste, un oscuro antro del barrio de Once. Me recibe llorando: el aumento del alquiler la obligará a retornar a la casa de su padre, una pequeña mansión en Palermo. Trato de hacerle ver los aspectos positivos de esta mudanza, pero ella se empecina en sentirse alejada del ideal utópico de la carencia. Inútil fue resaltarle que de ahora en más podría comer todos los días, contaría con un escritorio y una lámpara para estudiar y podría darse el lujo de una sábana.
Celeste no tardó en reconciliarse con su padre. Su oposición más bien inexistente a la organización de fiestas desenfrenadas en su casa estrechó sin dudas la relación con su hija, con las amigas de su hija y con el farmacéutico del barrio. Lamentablemente, el hecho de que el padre de Celeste me convocara a un ménage à quatre en el que también participarían una empleada de su empresa y su misma hija terminó por deserotizarme.
Habiendo decidido abandonar la vida licenciosa por un tiempo, me enfoqué por completo en los estudios. La dificultad que esto significó para mí me hizo dudar de la idoneidad de los orientadores vocacionales –que habían visto en mí un potencial genio de la literatura- y de los oftalmólogos de mi empresa de medicina prepaga, toda vez que por más que intentara focalizarme en la lectura, todo permanecía borroso y difuso.
Pasó cierta cantidad de tiempo. Poco a poco fui dándome cuenta de que extrañaba a Celeste. Hacía mucho que no la veía en la facultad, lo cual aumentaba mi desencanto académico. Una tarde en la cual las clases fueron suspendidas por una inundación en el subsuelo de la facultad que produjo a su vez un corte de luz en todo el barrio, decidí ir a buscar a Celeste a la casa de su padre.
Hacía mucho que no caminaba por Palermo. Comenzaba a olvidarme de las personas que por allí transitan, de la particular estética de sus restoranes y tiendas de diseño, de las heces de perro que decoran sus hermosas veredas. Era un placer volver a pisarlas.
Me invadió, no obstante, cierto estupor cuando observé la otrora mansión del padre de Celeste. La casa se había transformado en una suerte –una buena suerte- de cabaret que contrataba a bailarinas europeas, con preferencia de germanas pechugonas. El nombre del local era, en este sentido, bien descriptivo: “Teutonas & Tetonas”.
Pagué mi ingreso al lugar con la esperanza de encontrar allí a Celeste. No encontré ningún indicio de ella; luego comprendí que había por lo menos dos grandes razones por las cuales Celeste no podría ingresar a un lugar exclusivo para alemanas de busto generoso. Volví a mi casa, no sin antes encargarle un baile a una blonda despampanante que tenía una camisa casi transparente y diminuta a punto de estallar.
La vida me sorprendió con una casualidad de comedia romántica estadounidense cuando encontré en la puerta de mi departamento a Celeste. Estaba verdaderamente hermosa, lo cual no dejó de sorprenderme. Sin embargo, las novedades continuarían, pues no me toparía sólo con Celeste sino también con la puerta de mi casa, la cual con molesta perseverancia se negaba a ser abierta. Frustrado por la llave falseada que postergaba el encuentro con mi amada, decidí invitarla abiertamente a compartir una habitación en el albergue transitorio “Hawai”, sucio pero práctico establecimiento que se jactaba de ser el primer y único “hotel aloha-miento” de Floresta.
Estábamos a punto de comenzar lo más interesante del asunto cuando Celeste se detuvo repentinamente. “Aborrezco a mi padre”, confesó. “Descubrí que es un pederasta y un proxeneta”. Mientras hacía todo lo posible por arrancarle a mordidas su corpiño, trate de consolarla rápidamente diciéndole que sospechaba de hacía rato esas características de su progenitor y que había tenido oportunidad de ver lo que había hecho con su casa. “¡Jurame que nunca entraste a esa cueva de perdición, lujuria y desenfreno!”, me exhortó con vehemencia. Tras arrancarle la bombacha, olerla y guardármela en el bolsillo le dije que no, que yo era una persona sobria y conservadora, más bien recatada, y que jamás había entrado en ese lugar. Aliviada, Celeste procedió a desabrocharme la camisa. Fue en ese momento que un botón salió del bolsillo en el cual generalmente guardo una birome. Celeste lo observó con curiosidad y me pegó un bofetada. El botón tenía el logo inconfundible “T&T” de “Teutonas & Tetotas”, y sin duda se había colado allí durante el baile de la bomba prusiana despampanante empleada del padre de Celeste.
Mi amada no tardó en comprender que la había engañado, tomó algo de su ropa y se alejó para siempre, dejándome, por un lado, la cuenta por pagar de una habitación que no iba a usar como correspondía y, por el otro, la ironía propia de comedia romántica del nuevo cine argentino de haber sido delatado –justamente- por un impertinente botón.
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